martes, 19 de noviembre de 2013

El síndrome de Golfo



Vivo en un pueblo del Mediterráneo dónde cada verano, como en tantos lugares de playa, ponen un chiringuito. Su llegada significa el comienzo de la mejor época del año. Su retirada supone todo lo contrario. El final del sol, de las vacaciones, de la diversión permanente. A las personas nos gusta resistirnos al final de la época estival. 

Llega septiembre y tratamos de seguir la buena vida. Nos aferramos al sol. El chiringuito también lo hace. Durante casi todo el innombrable mes que sucede al de agosto, ahí sigue. Cada vez más vacío. Cada vez más triste. Pero trata de prolongar su buena vida. Le queda poco para decir hasta pronto.

Durante las últimas vacaciones, mi madre y yo, que nos solemos fijar en lo que hacen los perros, descubrimos a uno especial. Se llamaba (y se sigue llamando, que no cunda el pánico) Golfo. Se pasaba el día en el chiringuito, lo cuál tampoco puede extrañar mucho siendo poseedor de ese nombre. Allí jugaba, saltaba por la arena y conocía a otros perros. La playa era su vida, como la de todos nosotros. Y el chiringuito, el lugar alrededor del cual giraba todo su mundo. 

Hace ya unas semanas quitaron el chiringuito. El verano se había terminado de forma oficial. La gente de paso se había ido ya, y la señal definitiva era ver la playa sin el chiringuito. Pero cuál fue mi sorpresa cuando durante varios días me encontré a Golfo paseando con su dueño cerca de la zona del chiringuito.

Mis padres estuvieron hace poco aquí. Un día paseando con mi madre lo vimos. Y mi madre tuvo una ocurrencia que me pareció curiosa. Según ella, Golfo buscaba el Chiringuito. No entendía muy bien qué había sucedido. Él iba cada día allí y de repente su centro de diversión había desaparecido. Pero seguía yendo y husmeando. Pensaba que tenía que estar en algún rincón. Quizá debajo de la arena. Un sitio tan grande y toda la gente no podían haber desaparecido tan fácilmente. 

Y él los buscaba desesperadamente. Buscaba la diversión que de forma tan injusta le habían arrebatado. Pero Golfo es un perro espabilado. Y no tengo ninguna duda de que sabrá encontrar otros lugares en los que divertirse durante el frío invierno. Hasta que, de repente, un día de Mayo, tal vez Junio, pase por ahí y se vuelva loco al ver que el chiringuito vuelve a estar dónde una vez estuvo.

Quizá todos hemos sufrido el Síndrome de Golfo. Creo que a todos nos han quitado algo alguna vez. Y no hablo ya solamente de los maravillosos días de sol y diversión. A todos nos han quitado algo en la vida. Y a todos se nos hizo extraño cuando nos sucedió. Todos, como Golfo, lo estuvimos buscando durante un tiempo, sin dar crédito a lo sucedido. Pero al igual que Golfo, encontramos otras ilusiones. 

Y los días de verano siempre vuelven, no lo olvidéis.


martes, 5 de noviembre de 2013

La siguiente farola



Siempre podemos sacar fuerzas de dónde creemos que no las hay. Aunque hace tiempo que no lo hago, me gusta salir a correr. Soy un runner intermitente, problemas de constancia. Correr enseña cosas sobre la vida. Es algo que se suele decir. Y es cierto.

En este caso os quiero hablar de la teoría de la siguiente farola. Existen momentos durante el ejercicio, ya sea en día de entrenamiento o en día de carrera, en los que comienzas a agotarte y sientes que no puedes más. Momentos en los que sientes que no vas a durar más y te vas a ver obligado a detenerte. Momentos en los que sientes que has dado el máximo y ya estás en caída libre.

Cuando sufro uno de esos momentos, pero siento que no he alcanzado el objetivo que pretendía lograr ese día, continúo. No me paro nunca. Y en vez de pensar en lo que me queda hasta la meta, lo cual iría en contra de mis posibilidades mentales, comienzo a fijarme en la siguiente farola. Me fijo dónde está, y está ahí al lado. Y pienso que es fácil llegar. Y cuando llego, me fijo en la siguiente. Y quién dice farolas, dice árboles.

El siguiente árbol está ahí, muy cerca. Uno detrás de otro. Y de árbol en árbol me voy fijando mi meta. Mi meta no es más que el paso siguiente. De esa forma, se me olvida lo que me queda hasta el final y todo es más fácil. Incluso aunque sufra físicamente, la sensación psicológica es mucho más llevadera. Y así suelo acabar siempre logrando el objetivo, de árbol en árbol o de farola en farola.

De esto he aprendido, o debería, que ante los grandes problemas de la vida uno debe intentar hacerlos más sencillos. No pensar en la gran solución, sino en cómo intentar hacer más llevadera esa inquietud. 

Muchas veces nos ahogamos muy rápidamente por nada. Yo soy especialista en esta materia. Y cuando me pasa, intento buscar pequeños pasos que puedan llevarme a la mejor solución. De esa forma, pensando en la siguiente farola, encuentro la salida de forma más fácil que si desde el principio no hubiese hecho otra cosa más que pensar en la gran solución.