Faro de A Frouxeira. Foto de Óscar R. F. en El Ideal Gallego
Dice un viejo dicho marinero que "penas y olas, nunca vienen solas". El mágico día de Reyes acabó en tragedia al borde de un acantilado gallego. Los protagonistas de la triste historia fueron Juan, Patricia y Rodrigo, que habían acudido a velar las cenizas de un familiar fallecido hacía un mes. Penas y olas nunca vienen solas. Tampoco esta vez. Acudieron allí por una pena. Y se los llevó de allí una ola.
A todos nos fascina el mar. Su inmensidad, la serenidad que se siente al contemplarlo, sus distintas tonalidades según el cielo del momento, la sensación de escape que nos ofrece, la idea de perdernos en él, preguntarse qué hay más allá. Pero el mar también es fiero. Y sobre todo, aunque nos cueste admitirlo como cuesta admitir el fallo en quien admiramos, es traicionero. Porque por muy calmado que parezca el horizonte, los marineros siempre te advierten de las corrientes. Porque por muy inofensivo que se presente ante nuestros ojos, puede cambiar su aparente docilidad y convertirse en un monstruo imprevisible.
Y jamás te avisa. Como no avisó a Juan. Como no avisó a Patricia. Como no avisó a Rodrigo. Caía la noche en el Faro de A Frouxeira, a unos 70 metros de altura. Ellos caminaban recordando al familiar que se había ido. No sospechaban la cruel jugada que el mar les tenía preparada. Como el delincuente que planifica bien el golpe, primero fue una ola la que les dejó sin reaccionar. Y a los pocos segundos, antes de que pudiesen hacer nada, una segunda ola se los llevó para siempre. El mar enseñando su peor naturaleza en estado puro.
Sucede esto en Galicia, lugar dónde se conoce bien de lo que es capaz el mar en tempestad. Tierra que en ocasiones parece librar una guerra contra la naturaleza a la vez que la venera porque saben que no pueden vivir sin ella. A Galicia, y a todos los que han sufrido las peores consecuencias de un Atlántico embravecido, van dedicadas estas palabras.
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