jueves, 30 de marzo de 2017

Que pasen cosas, por favor

Me gusta buscar historias para escribir que nadie olvide nunca
Barney Stinson y el Elvis Coreano en un capítulo de Cómo conocí a vuestra madre


Me gusta que pasen cosas. Así, en general. Me refiero a cosas sorprendentes, imprevistas, divertidas, de las que según las estás viviendo ya estás deseando contarlas. Aunque sea la historia más estúpida en la Historia de las historias estúpidas, da igual. Están ahí para salvarnos del aburrimiento. Me entusiasmo con poco. Un ejemplo cercano sería el que me ocurrió hace un mes. Saliendo con amigos, en un bar, dónde si no, nos hicimos amigos de un inglés con el que estuvimos hablando de todo lo que se puede hablar a la una de la mañana en un bar y que nos terminó invitando a todo.

Con algo así yo ya tenía hecha la noche. Seguimos rumbo a Ponzano, pero ya no me hacía falta. Evidentemente, el que inició el acercamiento al inglés fui yo. En ese caso lo provoqué. Pero reconozco que otras tantas veces no hay ni que provocarlas. Basta con montarse en un autobús, pongamos el Circular, en Madrid, para que empiecen a suceder cosas que no suceden nunca en ningún lugar.

Desconozco si es por el oficio de escritor o periodista que me lleva a buscar experiencias que poder contar después. Es algo que me acompaña desde siempre. Cuantas noches de invierno en casa dudando qué hacer fue el deseo de que pasasen cosas lo que me hizo decidirme a salir. Me quedaba mirando fijamente al sofá pensando: "¡Si es que aquí es que no va a ocurrir nada!" Ese “click” tan poderoso del qué pasará. La promesa de lo que no ha pasado. Para que sucedan cosas, por cierto, es fundamental saber dejarse liar en esta vida. Y eso, en Madrid, no es nada difícil.

El irreverente escritor Charles Bukowski decía que cuando no pasaba nada, bebía para hacer que algo pasase. No se trata de llegar a esos niveles, aunque no decía ninguna mentira el bueno de Bukowski. En la serie "Cómo conocí a vuestra madre" lo explicaban muy bien: un momento pasa a ser legendario cuando nada más ocurrir ya puedes preguntar: ¿Os acordáis de cuando...? Por ejemplo, en el caso de mis amigos sería: "¿Os acordáis del inglés que nos invitó a todo aquella noche?" Se trata de coleccionar historias que nunca olvidarás, y si hay que provocarlas, se provocan.

Lo he reflexionado muchas veces y nunca he hallado una explicación convincente a esta obsesión mía. A veces pienso que llevo mal la tranquilidad, la monotonía, el que no pase nada. El problema viene cuando te conviertes en un yonqui de que pasen cosas y no te conformas con preocuparte por qué barra de pan comprarás esta noche antes de subir a casa al volver del trabajo. A veces es necesario aprender que no pasa nada porque no pase nada. Que la felicidad nunca puede ser aburrida.

lunes, 27 de marzo de 2017

El parchís mató a la juventud

Treintañeros con el plan de fiesta y juegan al parchís
Toda la emoción de la noche estaba en ese tablero

La otra noche quedé con unos amigos para cenar, beber y salir. Es el grupo con el que me he hartado de salir durante mis veintitantos. El grupo con el que no quería que se acabasen nunca las noches. El grupo que uno tiene que tener en cierta época de la vida para poder tener locuras que recordar. Esos amigos que se te pierden a las tres de la mañana y encuentras dos horas después en otro lado de la discoteca y con los que te abrazas como si acabasen de volver de la guerra.  

Los mismos con los que el sábado pasado, a nuestros treinta y tantos, nos enzarzamos en una loca partida de parchís que nos tuvo en casa desde la una hasta las cuatro y media. De las noches locas a las locas partidas de parchís. Madurar debe ser eso. Lo aprende uno cualquier noche que se dispone a hacer lo de siempre y todo es diferente. Es la forma que tiene la vida de decirte ciertas cosas, supongo.

Todo surgió cuando, después de haber puesto orden en nuestras vidas primero, y en España y en el mundo después, surgió ese inquietante momento en el que alguien propone jugar a algo. Debatimos las distintas posibilidades. Una era el mus, que servidor descartó por no saber jugar, a lo que otro me respondió muy bien respondido que qué había hecho yo en la universidad. Finalmente, y tras sucesivos vetos, el parchís nos unió a todos en un pacto por la estabilidad de la noche.

Antes de comenzar la partida, uno de ellos se puso serio y lanzó una advertencia solemne: “quizá sea la última vez que nos veamos”. Como recordando lo que fuimos e intuyendo en lo que estábamos a punto de convertirnos. Si dábamos ese paso, sería difícil volver a mirarnos a la cara las próximas ocasiones. La incomodidad compartida de haber cometido un crimen. Estábamos a punto de matar a nuestra juventud, nada menos. Sé lo que hicisteis la última noche.

Cuando a las dos fueron las tres, uno de ellos señaló que si queríamos ir a un sitio tendríamos que ir saliendo ya. Desde ese momento, se repetía el ritual. Uno de nosotros avisaba de que deberíamos ir tirando. Las tres y media. Las cuatro. Hacíamos todos un murmullo de “uy sí, qué tarde es” y seguíamos tirando los dados como si no hubiese un mañana. Nos comíamos las fichas con la misma pasión con la que antes nos acercábamos a la barra a pedir la quinta, o la sexta, vete tú a saber. Con las mismas ganas con las que antes, a esas mismas horas, inasequibles al desaliento, estábamos a punto de cosechar el tercer o cuarto fracaso (depende de cómo se hubieran dado el primero y el segundo) de la noche con alguna chica.

Qué narices, la verdad es que nos lo pasamos muy bien, que nos reímos muchísimo. Que no faltaron las copas, por supuesto. Que uno llegó tarde, se incorporó a la partida y la ganó. Que hizo trampas colocando una ficha en la llegada porque sí y que, por lo visto, yo fui el único en darse cuenta y lo dije pero nadie me hizo caso, aunque no lo recuerdo nada bien. Que otro, con fichas moradas tenía que ser, estuvo bloqueando la partida todo el rato. Que sí. Que no me importaría nada volver a repetir una noche así. Que si los treinta son irse de copas el sábado por la noche y jugar al parchís con amigos y el domingo quedarte en casa viendo series con tu novia en el sofá me valen. Claro que me valen.

jueves, 16 de marzo de 2017

Que vivan las mujeres futboleras

Chicas futboleras del Atleti en el Vicente Calderón
Aficionadas del Atleti en el Vicente Calderón



Me enamoré del futbol como después me enamoré de las mujeres: de manera repentina, inexplicable y acrítica, sin pensar en la perturbación y dolor que me traería.

Leí un artículo de Celia Blanco @latanace que me gustó mucho. Tanto que creo que debo haberlo leído cincuenta veces en menos de veinticuatro horas. Cuenta que le chifla el fútbol y por qué. Recomiendo mucho leerlo, sobre todo si eres mujer. Y hoy quiero hablar de eso mismo, de fútbol y mujeres.

Primero os contaré que soy muy y mucho futbolero, que diría El Amado Líder. Qué queréis que os diga, los días de partido me dan la vida. Y los días sin fútbol son algo que existe como también existe la tortilla sin cebolla o la gente que no ha visto Friends. Planifico el futuro en base al calendario futbolístico. Marco siempre en mi agenda los grandes partidos, aunque nunca está uno del todo a salvo de los no futboleros, que montan planes a destiempo y deshora. Para mí, Dios tiene un nombre que es Raúl y unos apellidos que son González Blanco. No hace falta deciros mucho más sobre mi pasión por este deporte. Por todo esto siempre vi como requisito imprescindible un cierto interés por el fútbol en los proyectos de novia que tenía (nunca supe tener ligues a secas).

Porque sí. Tengo que confesar que me ponen las tías futboleras. Me gusta que tengan su propia opinión sobre el último partido o la última polémica. Me vuelve loco verlas indignarse. Verlas celebrar un gol en el último minuto que lo cambia todo. Verlas sufrir como lo hace cualquiera tras perder un título. Verlas desesperarse por el fallo clamoroso del delantero. Las que saben convertir el fútbol en una fiesta. Las que tienen una historia que contar asociada al fútbol. Las que viven nerviosas el día de partido grande. Cada vez son más y tengo la suerte de haber estado siempre rodeado de ellas: mi abuela (se lleva la palma), mi tía, mi madre, mi hermana (todas colchoneras), Tere (madridista), y las imprescendibles tuiteras futboleras @conchi @juana @fugazzi @almita @mariavillarreal y @mamenhidalgo.

En su artículo, Celia Blanco cuenta que conoce muchos hombres que se quejan de que sus mujeres, novias y madres no están dispuestas a que en su casa se vean todos los partidos y suelta una frase que para mí lo resume todo: “El fútbol puede ser una excusa perfecta para ser lo suficientemente feliz con tu pareja”. Es la pura verdad. Por eso me cuesta entender que haya parejas en las que el fútbol sea un muro y no un elemento de unión. Hay casos en los que uno se queda en una tele y otro se va a otro cuarto. Yo no podría vivir así. Es que creo que es hasta bonito ver un partido con tu pareja.

En mi caso, tengo una novia culé. También sevillista. En todo lo demás es perfecta, que conste. Cuando la conocí quizá no era muy futbolera (aunque siempre fue culé) pero creo que ahora lo es más. Cinco años hacen estragos. Me lo he currado. Un ejemplo: el aperitivo por todo lo alto que monté para el partido inaugural del Mundial de Brasil, el primero que vivíamos juntos. Lo hice porque para mí la Vida es eso que pasa mientras esperas que llegue el Mundial cada cuatro años. Era mi forma de decirle: "Esto hay que celebrarlo, y quiero hacerlo contigo".

Creo que los o las que dan la espalda al fútbol se están perdiendo algo. Se están perdiendo la conversación del bar. La de la frutería. La del ascensor. La de los compañeros de trabajo al día siguiente de un partido. No digo que no se pueda vivir así. Digo simple y llanamente que se están perdiendo algo que me atrevo a decir que mejoraría su calidad de vida. Si no estás en el fútbol, estás muy fuera, siento decírtelo. Y no es algo de lo que enorgullecerse, aunque a veces lo creas.

El fútbol es la gran excusa. Para reunirse con la familia. Para tomarse unas cervezas con los amigos. Para montar un buen sarao en casa. Para invitar a esa persona a tu "palacio" y cenar una pizza y lo que surja. Para vivir la vida, en definitiva. Para ser suficientemente feliz. Me niego a creer que te lo quieras perder.

jueves, 9 de marzo de 2017

Puta UEFA


Histórica victoria del Barcelona contra el Paris Saint Germain

Al finalizar el partido del Barcelona contra el PSG, un amigo mío dictó sentencia: “Puta UEFA”. Acabábamos de asistir a una epopeya del deporte y mi amigo lo resumía todo en un robo del árbitro y de la UEFA. De nada valía que los culés hubiesen marcado seis goles en toda una eliminatoria de la mejor competición del mundo. De nada servía tampoco que esos seis goles se los hubiesen marcado a un equipazo como es el PSG. Nada. Todo era responsabilidad del árbitro que era cómplice de una oscura conspiración de la UEFA. Todo muy culé, si se piensa. Igual que muy del Madrid la victoria de ayer del Barcelona.

Me gusta el deporte cuando alcanza lo imposible. Creo que muchos partidos de fútbol contienen la mejor de las novelas. Los mejores giros de guión se han visto en multitud de ocasiones en un césped. Sí, es fútbol, pero ahí está la vida misma, háganme caso. La fe en la victoria del que lo tiene todo perdido. La chica que se va con el otro cuando el público ya la veía feliz y comiendo perdices con el inesperado perdedor. Insisto, la vida está en el césped. Sobre todo, en noches como la de ayer en Barcelona. Nadie podía esperarse lo que ocurrió, porque nadie puede imaginarse nunca que suceda lo imposible.

Lo que vimos ayer fue Historia del Deporte. A ningún madridista le hace gracia que gane el Barça, porque es su máximo rival. Es ley de vida. Pero aquí viene una lección importante, para el deporte y para la vida en general: no pasa nada por concederle mérito a tu rival. De verdad. No duele. No te vas a morir. No vas a coger ninguna enfermedad. Se le aplaude y se le desea que se cruce contigo para ganarle tú en la siguiente ronda. Y ya está. El deporte debería ser eso y muchos se han empeñado en emponzoñarlo y convertirlo en motivo de discordia permanente. Reconocerle algún mérito al rival está tipificado como delito.


Volviendo a mi amigo. El del sesudo análisis. Sobra decir que es madridista. Nada dijo cuando el Madrid empató en el 93’ en Lisboa, o cuando Ramos marcó un gol ilegal en la final de Milán contra el Atleti también. Ni él ni ninguno de los que son como él dicen ni dirán nada nunca de las tropelías que cometan los árbitros a favor de su equipo. Y vaya por delante una cosa: me parece igual de grandioso que el Madrid gane siempre al final que lo haga el Barcelona o el Sestao. En esta vida soy muy del personaje que nunca deja de creer, aunque no pueda ni ver a ese personaje.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Nuestra estúpida historia de amor

Historia de amor en el metro de Madrid
Imagen de Pinterest


Estoy en un autobús pensando en ti. Ya ves, no me podrás negar la cruel ironía que eso supone. Nosotros, que nos conocimos en un trayecto de metro entre Príncipe Pío y Metropolitano. Nosotros, que en cada mes de aniversario repetíamos el mismo trayecto jugando a recrear el maldito momento en que a ti se te cayó la bufanda al suelo a punto de bajarte y yo te avisé a tiempo. Nosotros, que declaramos la guerra a los autobuses de Madrid por el único motivo de que los considerábamos el gran rival de nuestro metro. Nuestro metro, el que vio nacer nuestra estúpida historia de amor, más estúpida que otras desde luego. Mirábamos con cierto desdén  a los conductores de la EMT, lo recuerdo bien, porque ellos no sabían de nuestra historia y eso, para nosotros, significaba perderse la vida entera.

Nuestro metro de Madrid, el que nos vio besarnos por primera vez sentados en el interminable pasillo de Diego de León. Dijiste que estabas cansada de andar y te plantaste ahí. No tuve más remedio que sentarme yo también, aunque sabías lo poco que me gustaba hacer ese tipo de cosas. El primer beso ahí sentados después de no se sabe cuántas cervezas. El primer beso en el inmediato instante posterior a haberme negado que yo te gustaba y tu “nunca tendría algo con un tipo como tú", sin especificar lo que para ti era "un tipo como yo". Y después, te quedaste durante treinta y ocho meses y dieciocho días. Yo te hubiese dejado quedarte toda una vida, Paula, aunque a veces no lo pareciera.

El susto que me llevé cuando en El Palentino, de cañas y risas, vas y me cuentas que eres “de derechas, pero moderada”, que para mí era lo peor que podía decirme una chica en los comienzos. Qué coño una chica. Era sin duda lo peor que TÚ podías decirme en los comienzos. Creo que el mítico Casto estuvo a punto de llamar a la ambulancia al verme completamente lívido en la barra. Me acuerdo de tu obsesión con Corme, un pueblo de Galicia al que finalmente me llevaste y de tu mirada de odio una vez allí cuando no quise subir al faro (yo, que era tan de faros) por mi vértigo. Era un cobarde. Lo sigo siendo. Tu mirada de odio, en aquel momento y en cualquiera, cómo olvidarla. La misma que pusiste la noche que llegaste a casa y viste la mesa del salón. Bueno, no. No la viste. No estaba porque me la había cargado yo solito con la peligrosa voluntad de arreglarla. ¡Ja! Arreglar yo algo, que soy especialista en destrozar cualquier cosa en la vida. Lo que está bien lo echo a perder y lo que asoma a desastre lo convierto en catástrofe. Como lo nuestro, sin ir más lejos.

Y qué me dices de las noches en El Fabuloso, que nunca se acababan. Empezamos yendo porque un amigo tuyo pinchaba discos ahí, y nos quedamos toda la vida. Yo al menos, aunque ya no estés, Paula. Las primeras noches en tu cama de la que tú llamabas “mi choza” de la Calle Desengaño, que por cierto, nos ponía en preaviso de lo que estaba por venir. Pero embelesados en un amor tan idiota, a ver quién era el que se fijaba en algo tan tonto como el nombre de la calle en la que vive la chica de la que te estás enamorando. La legendaria torpeza de nuestro primer polvo y la extraordinaria forma de perder el sentido en los que lo siguieron.

Cómo te reías de lo indignado que estaba siempre ante la vida en general. A ti te afectaba todo menos en general y yo no lo podía entender. En qué momento te conté que nunca había ido a un karaoke. No paraste hasta emborracharme (qué fácil esa parte del plan, cabrona) y sacarme a cantar “y nos dieron las diez” que era una de nuestras treinta y cuatro canciones. Conquistamos el garito, ¿te acuerdas? (Sí, he dicho "garito", sí. La gente cambia.)

Mi absurdo empeño en dibujarte jirafas, tu animal favorito, en cualquier papel que cayese en mi mano. Tu jersey rojo del que siempre me decías que tenía una historia muy buena detrás y que me quedé sin saber, para siempre, me temo. Tu ilusión desmedida por cada pequeño acontecimiento. Tu forma de llamarme cretino cuando me metía contigo. Tus pocas ganas de ir a los conciertos de Lori Meyers. Llegué a sospechar que ese fue el motivo de que me dejases. Déjame decirte, por obtener alguna victoria en toda esta historia, que su último concierto, al que me di el gustazo de acudir solo, fue la puta hostia, Paula. Perdona, pero ya sabes mi tendencia a lo superlativo en la vida en general y a los tacos en concreto cuando bebo. Si es que soy un sentimental, Paula, y nunca te lo imaginaste, a que no. A que no, Paula. Reconócelo. Treinta y ocho meses y dieciocho días.

Tu capacidad única para hacer de la vida algo fácil y mi facilidad para ahogarme en un vaso de agua. Tal vez fue por ahí por dónde se empezaran a torcer las cosas y no, como yo siempre había estado convencido, porque “fueses de derechas, pero moderada”. Pienso en todo lo que no hicimos, también, pero eso te lo contaré otro día porque fliparías con las cosas que no hicimos, Paula, créeme. Ya decía Sabina que no hay peor nostalgia que la de añorar lo que nunca, jamás, ocurrió. Y de sobra sabes que Joaquín no se equivoca nunca.

Hasta que un día me contaste lo del chico ese del club de lectura. “El subnormal aquel”, como me gusta llamarle a mí. El mismo club de lectura del que yo me había reído en tantísimas ocasiones. El que siempre fue los martes y, en los últimos meses, empezó a ser también los jueves y cualquier momento en el que querías escapar de mí y estar a solas con él.

He pensado muchas veces en intentar recuperarte en estos treintayocho meses y dieciocho días que llevo sin ti, pero ya sabes, como mucho me hago el valiente con una espada de cartón y poco más. No me lo tengas en cuenta. Es mucho el dolor acumulado y lo que me ocurre simplemente es que no quiero volver a salir magullado. Si es que es de sentido común, joder, Paula, que mis padres dicen que es lo más importante en la vida y no les ha ido mal.


Dije al principio el “maldito” momento en que te recogí la bufanda. Y no lo dije por error. Fue maldito porque han pasado veintiséis meses y veinticuatro días y me parece que me dejaste ayer. Porque conseguí huir del recuerdo de cada mujer que pasó por mi vida y de ti aún no lo he podido hacer pese a mis numerosas tentativas (no te he contado: la primera después de ti fue una chica llamada Andrea , que en el primer día que me llevó a su casa me confesó, estando sentados en su sofá, que ella solía hablar con Satanás por las noches. De mujeres así es fácil huir, Paula, no como de ti). Te he contado esto porque necesitaba contarte algo que te hiciese sacar una carcajada tonta antes de acabar con esta nostalgia de nuestra estúpida historia de amor, más estúpida que otras desde luego. En nuestro metro. En nuestro Madrid.