Toda la emoción de la noche estaba en ese tablero |
La otra noche quedé con unos amigos para cenar, beber y salir. Es el grupo con el que me he hartado de salir durante mis veintitantos. El grupo con el que no quería que se acabasen nunca las noches. El grupo que uno tiene que tener en cierta época de la vida para poder tener locuras que recordar. Esos amigos que se te pierden a las tres de la mañana y encuentras dos horas después en otro lado de la discoteca y con los que te abrazas como si acabasen de volver de la guerra.
Los mismos con los que el sábado pasado, a nuestros treinta y tantos, nos enzarzamos en una loca partida de parchís que nos tuvo en casa desde la una hasta las cuatro y media. De las noches locas a las locas partidas de parchís. Madurar debe ser eso. Lo aprende uno cualquier noche que se dispone a hacer lo de siempre y todo es diferente. Es la forma que tiene la vida de decirte ciertas cosas, supongo.
Todo surgió cuando, después de haber puesto orden en nuestras vidas primero, y en España y en el mundo después, surgió ese inquietante momento en el que alguien propone jugar a algo. Debatimos las distintas posibilidades. Una era el mus, que servidor descartó por no saber jugar, a lo que otro me respondió muy bien respondido que qué había hecho yo en la universidad. Finalmente, y tras sucesivos vetos, el parchís nos unió a todos en un pacto por la estabilidad de la noche.
Antes de comenzar la partida, uno de ellos se puso serio y lanzó una advertencia solemne: “quizá sea la última vez que nos veamos”. Como recordando lo que fuimos e intuyendo en lo que estábamos a punto de convertirnos. Si dábamos ese paso, sería difícil volver a mirarnos a la cara las próximas ocasiones. La incomodidad compartida de haber cometido un crimen. Estábamos a punto de matar a nuestra juventud, nada menos. Sé lo que hicisteis la última noche.
Antes de comenzar la partida, uno de ellos se puso serio y lanzó una advertencia solemne: “quizá sea la última vez que nos veamos”. Como recordando lo que fuimos e intuyendo en lo que estábamos a punto de convertirnos. Si dábamos ese paso, sería difícil volver a mirarnos a la cara las próximas ocasiones. La incomodidad compartida de haber cometido un crimen. Estábamos a punto de matar a nuestra juventud, nada menos. Sé lo que hicisteis la última noche.
Cuando a las dos fueron las tres, uno de ellos señaló que si queríamos ir a un sitio tendríamos que ir saliendo ya. Desde ese momento, se repetía el ritual. Uno de nosotros avisaba de que deberíamos ir tirando. Las tres y media. Las cuatro. Hacíamos todos un murmullo de “uy sí, qué tarde es” y seguíamos tirando los dados como si no hubiese un mañana. Nos comíamos las fichas con la misma pasión con la que antes nos acercábamos a la barra a pedir la quinta, o la sexta, vete tú a saber. Con las mismas ganas con las que antes, a esas mismas horas, inasequibles al desaliento, estábamos a punto de cosechar el tercer o cuarto fracaso (depende de cómo se hubieran dado el primero y el segundo) de la noche con alguna chica.
Qué narices, la verdad es que nos lo pasamos muy bien, que nos reímos muchísimo. Que no faltaron las copas, por supuesto. Que uno llegó tarde, se incorporó a la partida y la ganó. Que hizo trampas colocando una ficha en la llegada porque sí y que, por lo visto, yo fui el único en darse cuenta y lo dije pero nadie me hizo caso, aunque no lo recuerdo nada bien. Que otro, con fichas moradas tenía que ser, estuvo bloqueando la partida todo el rato. Que sí. Que no me importaría nada volver a repetir una noche así. Que si los treinta son irse de copas el sábado por la noche y jugar al parchís con amigos y el domingo quedarte en casa viendo series con tu novia en el sofá me valen. Claro que me valen.
No sé si es más mago el que hace trampas al parchís y nadie se percata, o el que tras 3 horas de partida tiene las 4 fichas en la salida...
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