Holden Caulfield me aseguró que todo saldría bien. Y no me quedó más remedio que creerle. Era mi mejor amigo y a los mejores amigos se les cree aunque te cuenten la mayor trola del mundo. Estaba necesitado de confiar en alguien, además. Aunque fuese un personaje de ficción. Una cosa de locos. Las cosas no me iban del todo bien en aquella época. No recuerdo la edad exacta, y tampoco creo que a nadie le interese. Sé que atravesaba la adolescencia con mucha más pena que gloria. De suspenso en suspenso en el cole y de rechazo en rechazo con las chicas. Súmenle a eso unos padres desesperados por los sucesivos fracasos de su hijo. Y la gente que me acompañaba en las clases. Ni uno solo había que mereciese la pena, de verdad.
Conocí a Holden gracias al bibliotecario del instituto, el único tipo que se salvaba de aquel lugar. Lo único que me dijo fue que era un clásico de la literatura y que a mí precisamente me gustaría mucho. Y lo dijo muy convencido el tío. Se refería a El guardián entre el centeno, de un tal Salinger. No me habían hablado nunca de él en las clases. Con mi escepticismo por bandera, me lo llevé dando las gracias y demostrando poco entusiasmo.
En mi casa no se leía. Se decía que era una garantía de perder el tiempo. Mis padres se empeñaban en que estudiase, una actividad a la que nunca fui capaz de encontrarle el sentido. Pero se suponía que cuando fuese mayor lo agradecería. No había forma de entender nada. Visto lo visto, y que nada marchaba como debería marchar, qué mejor que intentar escapar de aquel horror haciendo nuevas amistades.
Desde el primer momento quedé cautivado con sus desventuras. Los dos pasábamos una adolescencia difícil. Ninguno de los dos entendíamos a los mayores. Estábamos rodeados de gente que no nos interesaba lo más mínimo. Teníamos una hermana pequeña a la que considerábamos la única persona decente en este mundo. Pero sobre todo nos unía ser unos incomprendidos. Nadie podía entendernos. Es que ni siquiera se esforzaban. Juntos hicimos un buen tándem para defendernos de aquella incomprensión a nuestro alrededor.
Nos llevábamos tan bien que a veces intercambiábamos nuestros mundos. De repente, yo estaba en Manhattan y no paraban de ocurrirme cosas disparatadas. Pasaba algún rato con Phoebe, su hermana. A él le tocaba soportar a mis compañeros de la escuela. Al volver, lo primero que me preguntaba Holden era si ya lo sabía. Y con mucha pena siempre tenía que responderle que no, que no había podido averiguar dónde iban los patos del lago de Central Park en invierno cuando el agua se congela. No había forma de que nadie en esa maldita ciudad se interesase por los pobres patos.
Llegó el día en que llegué a la última página. Se leía rápido y me vi obligado a prolongar su lectura más tiempo del que realmente hubiera sido necesario. Sentía verdadero pánico ante la posibilidad de terminarlo. Estaba convencido de que Holden Caulfield se evaporaría en ese momento y no le vería más. Lo que no sabía entonces, porque no había leído lo suficiente, es que ni Holden ni ningún personaje que nos haya marcado desaparece nunca. Que se quedan a vivir dentro de nosotros. Nadie podrá saber nunca lo que aquel libro significó para mí. Ni falta que hace. Tampoco podría explicarlo lo suficientemente bien.
Hoy estoy en la treintena. Las cosas me van precariamente, pero me van. Y sí. Cuando lo necesito, sigo hablando con él. No desapareció, no. Sé que puede resultar algo alocado, pero sólo el que haya sentido algo parecido con cualquier personaje de alguna novela podrá entenderlo. En el libro, Caulfield decía que los libros que le gustaban eran aquellos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. Lo que me ocurrió a mí fue que directamente me hice amigo de su protagonista, mi mejor amigo Holden.