Lo que les voy a contar no es nada extraordinario. Es una
historia de lo más frecuente en nuestra época. Siento la decepción. Sucedió un
viernes 24 de noviembre. Era un día frío en la ciudad de Madrid. En la radio
anunciaban chubascos para todo el fin de semana y una caída brusca de las
temperaturas. Recién salido de la ducha, elegía la ropa para ir a trabajar. La
noche anterior se había quedado dormido estudiando la importante reunión de la
mañana siguiente y no pudo dejársela preparada como en él era habitual. Planificando,
siempre planificando, cómo no podía ser de otra manera.
Comió lo primero que encontró al abrir el armario de la
cocina, ya iba justo de tiempo y no era el día más adecuado para pegarse un
homenaje. Si todo iba bien, se lo podría conceder el sábado por la mañana, acompañado
de su mujer y su hijo. Ella se había ido ya al periódico, tenía una rueda de
prensa a primera hora y quería pasar antes por la redacción. Él llevaría esa
mañana a Nico al cole. Se preparó el café. Eso sí que no podía fallarle. Se
trataba de algo sagrado para él. Mejor no cruzarse en su camino las escasas
mañanas en las que se daba cuenta de que se le había olvidado comprar.
Salió de casa y dejó al niño en el cole. De camino a la
oficina, pensó que no se había despedido lo suficientemente cariñoso. Tiene
cuatro añitos, se dijo. La maldita reunión, pensó. Continuó conduciendo
mientras abandonaba el barrio de Hortaleza, en el que llevaban viviendo cinco
años, el tiempo en el que las cosas, por fin, habían empezado a ir bien. Logró
ese puesto de consultor que tanto le costó conseguir. Con la posición estable
de Vero en el periódico, decidieron dar el paso de tener
a Nico y comprar la casa en ese barrio madrileño.
Durante aquellos años todo había ido sobre ruedas. Era
valorado en la empresa y tenía un futuro prometedor. Pero a veces le venía a la
mente la queja, "el maldito trabajo". Solía ser en momentos de mucho
estrés, de reuniones con clientes, de proyectos que se complicaban. Notaba que
le afectaba a nivel personal y no le gustaba nada. Se preguntaba si merecía la
pena, si acaso no era un sacrificio inútil, si no habría otras formas de vivir
más relajadas y otra felicidad posible. La respuesta siempre acababa siendo la
misma: el dinero, necesitas el dinero.
Aquella mañana llegó algo más tarde de lo habitual. Saludó a
sus compañeros. Se fijó en que no estaba David. Era extraño, pero no le dio más
importancia. Cuando preparó lo que tenía que preparar, Carlos se fue a por el
segundo café. En ocasiones llegaba a tres, pero intentaba evitarlo. Se asustaba
con el temblor de manos. Quedaba poco tiempo para la reunión y David seguía sin
estar. Lo necesitaba, aunque si no llegaba intentaría defender él solo la
totalidad del proyecto ante el nuevo cliente. Se puso nervioso.
A la hora indicada, acudió a recepción. Allí, puntual, estaba
Elena Ceballos, la representante de la empresa interesada en contratar sus
servicios. Se estrecharon la mano y caminaron hacia la sala de reuniones. Le
gustaba cuando el cliente al menos de entrada era amable y cordial, le parecía
una manera agradable de comenzar cualquier cosa en la vida. Le preguntó si
había llegado bien y hablaron del atasco de aquella mañana, uno más, en el nudo
de Manoteras.
Entró su jefe por la puerta de la sala. Le comunicó que
David no acudiría, sin ofrecer más detalle. Mientras ellos se saludaban, Carlos
intentaba encajar la información. Le tocaba explicar absolutamente todo el
proyecto a él y aunque habían trabajado juntos en aquella presentación, no
conocía a fondo la parte que le tocaba exponer a David. Había aprendido a
entrenar su mente para poner el foco en salir adelante de las situaciones
complicadas. No únicamente en el terreno profesional. Al final, o te obligas a
ti mismo, o ahí te quedas y te pasan por encima, se decía. Aún así, no le había
pasado eso nunca en el tiempo que llevaba en la empresa. No se podía creer que
no se lo hubieran comunicado. Esperaba al menos un capote del jefe si la
situación se torcía.
Nada de eso ocurrió. Cuando iba por la mitad de la
exposición, todo empezó a irse al traste. Ceballos comenzó a realizarle
preguntas completamente lógicas y previsibles acerca de los costes y la
logística de lo que pretendían hacer. Era la parte de David y se quedó
totalmente en blanco. Respondió con unas vaguedades impropias de la empresa a
la que pertenecía. Ella torció el gesto y lanzó una mirada hacia Alfredo, el
jefe. Continuó como pudo, pero empezó a sudar, de repente le faltaba aire y, en
un momento dado, tuvo que pedir permiso para salir. Se acercó a una ventana y
cogió todo el aire que pudo. Se encontraba mejor.
Al volver a la sala, no había nadie. Fue a recepción y
tampoco estaban allí. Bajó al parking y allí a lo lejos les vio hablando. Ella
hablaba de manera enérgica y el jefe no hacía más que disculparse. No le gustó
lo que observó. Se echó a temblar. Decidió subir antes de que Alfredo regresase
al hall para evitar una incomodísima subida en el ascensor.
Se fue a su puesto a no saber qué hacer, pero al menos no
estaría dando vueltas sin sentido. De repente, escuchó su nombre. Alfredo le
llamaba para que le acompañase al despacho. Quiso llorar. Le siguió hasta que
estuvieron dentro. Cerró la puerta y se sentó. Se le quedó mirando y golpeó la
mesa. Le preguntó que cómo era posible lo que acababa de suceder, que sentía
vergüenza, que era intolerable. Le anunció que estaba despedido. Que la
decisión la había tomado la semana pasada y se la había comunicado a David la
tarde anterior, el cual se había negado a realizar la presentación en protesta
para intentar forzar un cambio de decisión en Alfredo. Pero era irrevocable. Y
la catástrofe de la reunión lo confirmaba. "Has perdido reflejos, Carlos"
le dijo con una voz gélida. Le
concedió media hora para recoger sus cosas.
Se le cayó el alma a los pies. No entendía como en un día
todo podía haber cambiado de aquella manera. En ningún momento notó que hubiese
bajado la guardia, pero en la empresa así lo habían percibido. Y contárselo a
Vero al llegar. Se le caían las lágrimas según arrancaba el coche. No podía ser,
se repetía. No ahora, que todo iba bien. No tenía ganas de nada, ni de conducir.
Se asustó y tuvo mucho vértigo de la vida.
Llegó a casa y se quedó tumbado en la cama mirando el techo
durante horas hasta que llegaron Vero y Nico. Al entrar en el cuarto, ella se
fijó en el maletín en el escritorio y en las hojas por los suelos. Le miró a
los ojos, se acercó y le abrazó, como había hecho siempre en los momentos
difíciles. Mientras se abrazaban en mitad de la habitación, Nico se asomó por
la puerta con esos ojillos traviesos que tenía y al mirarle, Carlos, por un
instante, tuvo algo de esperanza en el futuro.