Cae la tarde en Santa Engracia |
Ayer salí veinte minutos a correr y vi todo esto, aún no doy
crédito.
Vi a una madre con su hija pequeña. Iban a comprar unos
rotuladores a la papelería, dijeron. Al salir, un chico de aspecto joven dejaba
su moto justo delante de mi portal. Un grupo de adolescentes iban hablando de
un concierto al que estaban a punto de entrar en una sala musical cerca de
donde vivo. Mencionaron el nombre del artista, pero ni idea. Un matrimonio
salía de una panadería con dos barras de pan. Pensé que sólo quedaba la última
comida del día y me sorprendió lo de las dos barras. Supuse que les gustaba
mucho el pan o que tenían hijos aún en casa. Quizá lo congelaban para desayunar
por las mañanas. Ese tipo de nimiedades son cosas que me muero por saber.
A veces siento unas ganas imperiosas de ir y preguntarle a
la gente. El problema es que me iban a mirar como a un loco. Si no fuese por
ese inconveniente, me pasaría el día entero haciéndole todo tipo de preguntas a
todo tipo de desconocidos. ¿Por qué compras plátanos y no manzanas? Así, a
bocajarro, en el momento de pesar la compra de fruta en el supermercado. Perdón,
me he despistado en mi tarea. Les contaba lo que pude ver ayer en veinte
minutos que salí a correr por mi barrio. Lo que pasa es que según veía las
cosas también pensaba para mis adentros y al compartirlo con ustedes, me sale
todo, hechos y reflexiones. Continúo, si me lo permiten.
Había muchos niños y muchas niñas. Enloquecidos todos. Salían
del colegio y pensé que algo mal hacían ahí dentro, porque salían corriendo, espantaban
a las palomas, chillaban, jugaban y se mostraban exultantes. ¿También hacía yo
eso al salir de mi cole? Por cierto, a propósito de las palomas, creo que
alguien, que disponga de mucho tiempo libre, debería estudiar la relación entre
niños, palomas y perros. Hay toda una tesis ahí, me parece, y convendría
desarrollarla. A mí al menos me interesa, de verdad.
Hacía buen tiempo, se podía ir en manga corta, experiencia
empírica que de poco me sirvió ya que más tarde salí a dar un paseo y me cogí
la chaqueta. Un rollo porque luego tuve que ir cargando con ella en los brazos
toda la noche. No sé por qué lo hice. A veces algo es obvio y ni por esas
entramos en razón. Muchos ejecutivos también. Vivo en zona de oficinas. Era la
hora de salir del trabajo aunque no parecían especialmente contentos. Quizá al
llegar a casa tenían que seguir preparando las reuniones.
Vi a un hombre pasear al perro. Era graciosísimo porque era
un perro de estos minucias y no paraba de ladrar el tío. El dueño ya no sabía
que hacer para intentar callarle. Era un poco ridículo todo, y a él se le veía
consciente de que lo era, me pareció. Había también dos hombres de mediana edad
sentados en el borde de un escaparate y tres hombres sentados en un banco
delante de ellos. Parecía que se miraban y se retaban de alguna manera. Pero
igual de alguna manera es sólo para mí. En realidad, puede que no se mirasen, pero
la escena ganaba mucho en interés de esa manera a la hora de contársela a
ustedes.
Pasé por una zona de terrazas. La imagen de una terraza
llena de gente bebiendo, hablando y riendo me alegra la vida siempre que la veo.
Había todo tipo de personas. En una mesa, tres chicas hablaban. Cada una con su
cerveza. Una había conocido a alguien, según parecía. Era curioso porque no se
interrumpían, la escuchaban atenta. Creo que los hombres nos interrumpimos, nos
ponemos nerviosos y comenzamos a hacer bromas de lo más estúpido cuando nos
ponemos a contarle a nuestros amigos que hemos conocido a alguien. No sé qué
pensarán ustedes.
De la puerta del Mercadona salían y entraban riadas de gente
como si se fuese a acabar el mundo. Igual sí. No estoy nada conectado a las
noticias. Agradecería un comentario al final del artículo informándome de ello.
Había un chico muy joven que llevaba dos bolsas muy cargadas. Seguramente un estudiante
que había sobrevalorado su fuerza y ahora estaba pasándolo fatal. En ese tipo
de fracasos haciendo la compra se aprende un montón de la vida, créanme.
Chicos y chicas con bolsas de las tiendas de la calle Orense.
Quizá un día malo, quizá un capricho porque sí. Y punto. Tampoco hay que
buscarle explicación a cada acto del ser humano, ¿no? Pasé delante de una
tienda de ropa que huele de maravilla. Aunque vaya distraído y agotado por la carrera, siempre
que paso por ahí, es imposible no darme cuenta. Me crucé con dos tipos muy altos. Pasé miedo, como siempre
que tengo delante a un ser humano de mayor altura que yo. Una chica joven iba en bici y casi la atropellan. Qué susto se llevó
todo el mundo.
Cuando bajé la cuesta de nuevo, me fijé en que el hombre
seguía en las mismas páginas de opinión en las que le había dejado antes. Carai
con el hombre. Si no sale de esa página no se va a enterar de que se acaba el
mundo, pensé. Estaba agotado y respiraba de tal manera que algunos transeúntes
me miraban un tanto preocupados, otros directamente asustados. Tenía ganas de ofrecerles una explicación y
de paso tranquilizarles con que no me iba a morir ahí delante de ellos, que eso
sería una faena.
Me quedé con las ganas de saber qué llevaban en las bolsas
todos. Los que salían de hacer la compra y los que salían de las tiendas. O de
preguntarle a un señor el motivo de su horrorosa camisa rosa estampada con
puntos azules pequeños extendidos por todos lados. O si las personas que
entraban a esa librería se compraban libros para ellas o de regalo. Siempre
quiero hacerles preguntas a los demás. Es un problema, créanme. Al llegar a
casa, me duché y me quedé dormido. No sé si se ha acabado el mundo, si es así, les
agradecería que me lo hicieran saber. Muchas gracias, de verdad.
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