Su padre estaba en el hospital, para morir seguramente. Tenía
que ir a verle lo antes posible. Si se retrasaba, al llegar estaría ya todo
lleno de infames periodistas buscando carroña sin respetar un momento tan
íntimo. Había recibido la noticia hace pocos minutos. No había sentido nada. Sabía
que tenía que ocurrir. Demasiado había durado, pensó. Una vida intensa la de su
padre, llena de subidas al cielo y descensos al peor de los infiernos. Nunca en
el gris, siempre en el blanco o en el negro. No supo quedarse callado en ningún
momento. Quizá fuera ese uno de los peores pecados que pudo cometer.
Amado por tantos, odiado por tantos. Lo primero se trataba
de algo escandalosamente lógico. Regaló alegría, hizo felices a muchos, a todo
un pueblo y a millones de personas de otros pueblos. Por contra, muchos no le
perdonaron el delito de ser el mejor. Ser el mejor nunca sale gratis y con él
no sería una excepción. Son los que se alegraron cuando le partieron la pierna
y cayó lesionado durante tanto tiempo. A todo eso había que añadirle el crimen
antes mencionado de no callarse jamás. De denunciar las injusticias y cantarle
las cuarenta a los que mandan.
Por todo eso, sabía que en el momento en el que se conociese
la noticia de su fallecimiento tenía que estar preparado para que mucha gente
lo sintiese como el día más triste de su vida, pero también, y sobre todo, para
comprobar que sus enemigos serían capaces de alegrarse por su muerte. Nunca
resultó fácil ser hijo de Diego Armando Maradona.
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