Era el partido más importante de sus vidas. El resultado
marcaría un antes y un después, sin duda. Se habían preparado a conciencia para
ganar. Conocían bien al rival. El problema era que el rival también les conocía
bien a ellos. Fuera del campo tenían una relación cordial. Sin duda, eso
ayudaba a mantener el respeto en los momentos más delicados, con esas jugadas
polémicas en las que los ánimos se encendían demasiado.
Caras de concentración absolutas en el momento del saque de
centro. Primeros pases y primeras pérdidas de balón. Se notaban los nervios. Demasiado
en juego. Hasta el más experimentado siente vértigo ante semejantes retos. El
balón empezó a ir de un lado a otro, sin mucho sentido. Nadie quería la
posesión. El miedo se imponía claramente.
Los goles empezaron a caer. Lo hicieron de una manera
caótica y de las más diversas maneras. En un rebote, en un cabezazo, otro en
propia puerta. No existía lógica que pudiese explicar lo que estaba ocurriendo
en el terreno de juego. Todos corrían de un lado para otro y trataban de
hacerlo lo mejor posible.
Parecía que estaban pasándoselo bien, qué eran felices
jugando, y que esa felicidad se traducía en el maravilloso caos que se
observaba en el campo. Pero el tiempo apretaba y sólo ganaban de un gol. Había
que matar el partido. Y para eso únicamente se les ocurría una cosa. Era lo que
les había funcionado otras veces y que no habían podido ejecutar en este
partido aún. Pero Bárbara siempre aparecía cuando se la necesitaba.
En un momento dado, a escasos minutos del final, le llegó el
balón. Estaba en el centro del campo. Y desde ahí, empezó. Se fue de uno, de
otro, dejó a un tercero dando vueltas, se plantó frente al portero, le engañó
como quiso, y gol. Bárbara lo había vuelto a hacer. Les había vuelto a dar una
victoria importantísima. Se abrazaron a ella y celebraron el gol por todo lo
alto, ante las miradas de impotencia de los rivales, conscientes de que habían
sufrido el ataque de un arma al que no podían hacer frente.
En el momento en el que aún estaban celebrando, sonó
el timbre. Había que volver a clase, encima tocaba mates. Lo afrontarían
mejor después de haber ganado a los del A. Al día siguiente, volverían a verse las caras. Pero eso era otra historia. De momento, ese día, ellos eran los reyes del recreo en el cole. Gracias a su estrella, Bárbara.
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