En el bosque nunca pasa nada. Con esa frase finalizaba
cualquier razonamiento nuestro amigo David. En el bosque nunca pasa nada, era
la coletilla que añadía siempre al final de todo lo que decía desde que
habíamos llegado al albergue en el que nos quedaríamos dos noches. Porque David
necesitaba siempre hacer saber al mundo lo poco que le gustaba algo y lo
campestre era un ejemplo. No lo aguantaba, no era un hábitat en el que se
sintiese cómodo. Estaríamos mejor con unas cervezas en cualquier bar de Madrid,
repetía como un mantra. Y nosotros hacíamos oídos sordos a sus protestas.
Habíamos decidido escaparnos unos días fuera de la ciudad. Hacía
tiempo que no podíamos estar juntos un fin de semana entero. Incluso David estaba emocionado, a
pesar de sus constantes refunfuños.
Todos, en alguna medida, lo necesitábamos. Pero quizá el que
más, yo, Santi. Hacía poco que mi relación con Alba se había terminado y no
acababa de adaptarme a una nueva vida sin ella. Era muy feliz y ya no lo soy
tanto, era lo que solía responder cuando alguien me preguntaba cómo estaba. Me
parecía que era una manera muy sencilla y real de describir mis sentimientos
acerca de la ruptura. Jaime seguía soltero pero andaba un poco tristón en aquella
época porque le daba por pensar que no encontraría a nadie. Mario atravesaba
turbulencias en su relación con Miriam. Y David estaba, una vez más, sin
trabajo.
A pesar de que nos habíamos ido cerca de un pueblo, estábamos en medio de un bosque. Era un albergue muy pequeño al que no fue
fácil llegar. Comenzaba el otoño y se veían ya las hojas de los árboles en el
suelo y esa luz tan especial de los bosques en esta estación. Porque la luz
brilla de manera distinta en cada temporada del año y los mismos paisajes nunca
son los mismos en realidad.
Nuestra idea no iba mucho más allá de andar y andar. No
disponíamos de muchas más posibilidades. En el albergue había un bar, el único
en kilómetros a la redonda. Llegamos a media tarde. Pronto caería la noche y
poco habría que hacer ahí fuera. Era tontería salir para que se hiciese de noche en poco tiempo, concluimos.
Y en el bosque de noche no se nos había perdido nada, ya habría tiempo a la
mañana siguiente de recorrerlo a gusto...y con luz.
Estuvimos bebiendo en el bar hasta tarde. Hablábamos del
pasado, porque parece que llegada cierta edad sólo se sabe hablar de lo que
ocurrió, y estuvimos riéndonos de tantas cosas que nos habían ocurrido. Nos
conocíamos desde pequeños y siempre habíamos estado muy unidos a pesar de ser
tan radicalmente diferentes. Supongo que la amistad va un poco de eso, de
hacerte amigos de distintos a ti para no agotarte con otros como tú, con tus
mismos gustos y pedradas en la cabeza.
Estábamos ya dormidos cuando escuché un ruido que me
despertó. Abrí los ojos de golpe y sólo veía oscuridad. Cogí mi móvil y traté
de iluminar el cuarto de manera que no despertase a los demás. Iba alumbrando
poco a poco cada esquina, cada cama. Estaban todos en sus camas. Continué la
comprobación y me sobresalté al ver que David no estaba en la suya. Me acerqué
a mirar de cerca y no, no estaba. Salí fuera de la habitación y di una vuelta
por el bar y la recepción del albergue, eché un ojo por alguna ventana, y ahí
fuera únicamente había la temible oscuridad que tanto odiaba desde que era
pequeño y una noche tuve que recorrer el pasillo de casa de mis abuelos porque
me hacía pis. No recuerdo haber pasado mayor miedo en mi vida que en ese
trayecto de ida y vuelta, de verdad.
Regresé con los demás y les desperté tranquilamente porque
tampoco pretendía asustarles. David no está en su cama, tíos, dije, con el tono
más neutro posible. Puto David fue lo que salió de los labios de todos casi al
unísono. Siempre hace este tipo de cosas, cómo le gustan, se quejaban. Deberíamos
quedarnos durmiendo y que le den, ya volverá, proponían. Yo, al contrario, les
dije que creía que debíamos salir a buscarle.
Y es lo que acabamos haciendo. Debían ser las dos y algo, y
me vino a la cabeza la frase de una serie que me gustaba mucho en la que
aseguraban que nada bueno pasa nunca después de las dos. Salimos por la puerta
del albergue y ante nosotros, mil posibilidades de hacia donde ir, todas igual
de oscuras. Gritamos su nombre que era lo más fácil de hacer en ese momento. Si
estaba cerca, podía escucharnos, volver con nosotros y a seguir durmiendo. Siempre
hay que explorar primero las soluciones más fáciles, después que vengan las complicaciones.
Hay gente que lo hace al revés, no lo entiendo.
Decidimos empezar a caminar, porque alguna dirección
teníamos que tomar. Resultó que Jaime había traído una linterna que no era gran
cosa, pero daba más luz que las que teníamos en nuestros teléfonos. Íbamos
mirando al suelo por si aparecía alguna huella, algún objeto, algo que nos
hiciese tener una pista que seguir, que nos indicase que David había pasado por
ahí.
Empecé a sentirme intranquilo. No me gustaba todo aquello. No
éramos expertos en el bosque y estábamos andando a oscuras sin rumbo y
alejándonos del albergue. Algunas sombras me causaban inquietud, y se escuchaba
el ulular de algún búho. Se lo dije a los demás. Estábamos decidiendo qué hacer
cuando escuchamos algo cerca que nos asustó. Sonó rápido y brusco. Nos miramos
unos a otros. Mario se acercó y fuimos detrás de él Jaime y yo. Algo se movía. No
me fiaba un pelo. Finalmente, vimos que salía corriendo de allí un animal que
no acertamos a ver en medio de tanta negrura.
Yo ya quería volverme pero ahora fueron ellos los que me
dijeron que no, que nos quedábamos a buscar a David. Empezaba a parecer algo
difícil. No había ni rastro. Por ningún lado. Nada. Seguíamos yendo de un lado
para otro y ya más o menos cada uno en su interior era consciente de que nos
habíamos perdido, porque uno sabe cuando se ha perdido en la vida, aunque siga
actuando como si nada hubiese pasado. Así estábamos nosotros, en plena
madrugada, en aquel bosque, buscando a David.
Hicimos un parón y en ese momento escuchamos su voz
llamándonos. Gritaba, pero lo raro era que no era un grito desesperado, ni que
mostrase peligro alguno. Fuimos rápido hacia la dirección en la que sonaba su
voz. Llegamos a un claro del bosque. Ahí no había nadie. Pero nos quedamos
atónitos en el momento en el que escuchamos su voz llamándonos ahí mismo. David
nos llamaba en nuestras narices. Era él, no había lugar a dudas. Pero lo
escalofriante era escuchar su voz tan nítida y que allí no hubiese nadie.
Nos empezamos a asustar bastante. David, esto no tiene ni
puta gracia. Miramos hacia todos lados, hacia las copas de los árboles, no
quedó esquina sin iluminar por la linterna de Jaime. Allí no había nadie. Él
nos llamaba, pronunciaba nuestros nombres y nos decía que estaba bien, que no
estaba asustado, ni nos asustásemos nosotros.
De repente comenzamos a escuchar un silbido. Se había
levantado aire y se movían las hojas a nuestro alrededor. Eché un vistazo más
allá y las hojas no se movían. Sólo sucedía en ese claro. No sabíamos qué
estaba pasando pero era algo que no nos gustaba y que nos daba miedo. Ese
viento únicamente existía en ese mismo claro. En el mismo lugar en el que
nuestro amigo David nos gritaba sin estar ahí. No entendíamos nada.
Me voy, dije cuando ya no pude más. Pero cómo te vas a ir, hombre,
protestaron los otros dos. Que me voy, cojones, que me muero de miedo. No puedo
más. Ellos también estaban muertos de miedo, y al final, cedieron. Empezamos a
andar rápido, pero al final acabamos corriendo y no recuerdo cómo lo
conseguimos pero dimos de casualidad con el albergue. Explicamos lo ocurrido al
recepcionista que mostró su estupor ante la aventura que le estábamos contando.
Nos vio tan asustados que accedió a llamar a la policía. Tardaron en venir
varios agentes, que salieron a buscar a David. Sin éxito. Mencionaron un
viento extraño.
No pudimos pegar ojo en toda la noche. A la mañana siguiente
volvimos a buscarle, junto a la policía, y nada de nada. Por la tarde
emprendimos el regreso a Madrid. Y fue en el coche cuando Mario, desde el
asiento de atrás, y rompiendo el sepulcral silencio que nos acompañaba, nos
preguntó si nosotros también lo habíamos notado. Incluso Jaime, que conducía, se
giró a la vez que yo y le clavamos nuestras miradas. Ayer por la noche, en el
bosque, ¿no lo notasteis? No, no notamos nada, pero si nos ayudas un poco, igual
te decimos que sí. Ese viento...Sí, ese viento sólo estaba en el claro, era una
cosa rarísima, dije. No...es que...ese viento...vino hacia mí...y noté que me
atravesaba...¿a vosotros también? Sentí un escalofrío. Me enfadé y le dije que
no me gustaba nada que hiciésemos bromas con lo que había ocurrido. Jaime
directamente no dijo nada y subió el volumen de la radio. Coño, que es verdad, que
ese viento vino y me atravesó el cuerpo y no sé qué fue. Tras insistirnos todo
el trayecto de vuelta a casa, finalmente, le creímos, porque no tenía motivo
para inventarse algo así. ¿Pero qué significaba aquello?
Han pasado treinta y dos años de aquello. Y nadie nunca ha
sabido nada de David. Nosotros nunca hemos querido tocar el tema entre nosotros.
Pero todos, cuando se levanta el viento en algún lugar, no podemos evitar
preguntarnos si es David intentando decirnos algo. Le han buscado por todos
lados, con todo tipo de métodos científicos. Han informado de él en televisión,
su imagen se hizo viral en redes sociales. Nada. Por ningún lado. Desapareció
aquella noche. Porque, en ocasiones, sí que ocurren cosas en el bosque. Y os
puedo asegurar que, hoy en día, en ese mismo claro en el que escuchamos a David,
se siguen escuchando susurros cada noche.