domingo, 19 de noviembre de 2017

La acera buena


Un relato de una calle de Madrid un domingo cualquiera



Se despertó más pronto de lo que hubiera deseado. Formaba parte ya de su rutina, que no es siempre la que uno quiere. Se levantó rápido de la cama, pues sabía que no había forma alguna de volver a caer en los brazos de Morfeo. Lo hizo de la manera más sigilosa posible, ya que sabía que a ella, a Laura, aún le quedaba por delante una hora de plácido sueño. Y ese día ambos necesitarían todas sus energías disponibles, porque venían sus nietos a comer.

Él desayunaría tranquilamente mientras repasaba lo más destacado de la prensa digital. A media mañana, bajaría a pasear por su barrio, que él sentía como un pueblo propio. En esas calles vivió todo lo que uno puede vivir en las calles de su barrio: el primer beso, el primer cigarro, el primer desengaño, la primera cerveza, el primer ojo morado, el primer porro y otros debuts inconfesables. 

En ese pequeño mundo fue también donde nacieron las manías, cuyo origen exacto es siempre imposible recordar. Entre ellas, ir siempre por la misma acera. En toda una vida nunca había caminado por la acera izquierda de su barrio. Sólo al salir de su portal, que precisamente estaba en la acera opuesta. Al salir, cruzaba rápidamente por un paso de cebra y ya se sentía a salvo. No sabía decir de qué, pero se apoderaba de él una fuerte de sensación de alivio una vez pisaba la otra acera, como el naúfrago que toca tierra firme tras atravesar un mar bravo. Ni en sus noches jóvenes de borrachera, en las que uno no está para manías porque centra todo el esfuerzo en volver a casa lo antes posible y le da igual cómo, era capaz de saltarse esa norma.

Sabía que no era normal, que ese comportamiento era excéntrico. Así se lo decían aquellos con los que en ocasiones iba caminando y a los que pedía por favor y con gravedad en la cara que si podían cambiarse de acera. Aunque era consciente de la extravagancia, le irritaba que se lo reprochasen. Todos tenemos supersticiones y seguramente la mía sea una de las más sanas comparadas con otras, se decía para justificarse. Siempre hay otro peor venía a ser la línea argumental de defensa.

Pero aquella mañana de domingo como cualquier otra ocurrió algo que nunca antes había ocurrido. La única acera por la que él podía andar estaba cortada. Nadie podía andar por ella. Estaban realizando obras y era imposible el acceso. Barajó la posibilidad de subirse a casa pero hasta a él le pareció irracional. Sentía rabia pero pensó que quizá era el día indicado para quitarse de encima algo que le había durado demasiado. 

Cogió aire y empezó a caminar. Empezó a sentirse incómodo. Notaba como le caían las gotas de sudor por la espalda. Una, dos, tres. Cada vez más frecuente el ritmo hasta tener la espalda empapada con una temperatura en la calle de seis grados y con aire frío. Sentía incluso un ligero mareo. Algo no marchaba bien y empezaba a desear no haber salido de casa. Se paró. No distinguía bien los rostros de las personas que caminaban a su lado. La visión le fallaba y comenzó a ponerse cada vez más y más nervioso. 

Se detuvo. Comenzaba a formarse un círculo de personas a su alrededor que se interesaban por él y otras que permanecían asustadas sin saber muy bien qué hacer. El corazón empezó a latirle a mil por hora. Se asustó. Pensó que todo era culpa de esa maldita acera. Y un instante después, se derrumbó. Nadie supo si murió de un infarto o de superstición.

lunes, 6 de noviembre de 2017

Alta Fidelidad




Y yo qué os cuento de este libro. Si no existiese El Guardián entre el centeno, sería mi favorito. Cuando lo terminé pensé: "es el libro que me hubiera gustado escribir a mí". Y sé que si escribo una novela será del mismo estilo que ésta. Cuenta la historia de Rob Fleming, que tiene 36 años y vive por y para la música pop. Es intolerante con los gustos que no son los suyos, es egoísta, y tiene muchas neuras. 

El libro empieza cuando su novia Laura le deja por desastre. Y refleja muy bien todas las emociones de muchos hombres con complejo de Peter Pan. Creo que al terminar de leerlo, además de pensar lo de que si escribo un libro será del mismo estilo, sentí que era la primera vez que me sentía tan identificado con el protagonista de un libro. De hecho, está escrita por un hombre pero critica el comportamiento del género masculino. Es sencilla. Porque habla con un lenguaje simple, sin alardes, directo. Y eso fue lo que más me gustó. 

A veces escribir es eso. Contar una historia sin alardes, y ya está. Me llamó mucho la atención que está escrita en tiempo presente. Te desconcierta al principio, pero lo hace más divertido, creedme. Simplicidad: Rob, su tienda de discos, sus dos amigos, Laura (la novia que le ha dejado) y una historia contada de manera maravillosa. Me gusta recomendársela a todo el mundo. Ah, y de ella sale mi obsesión con las listas de 5.

jueves, 29 de junio de 2017

Un número más

El chico mató a su novia, una víctima más de la violencia machista


Una noche perfecta. Eso pensó Marta al llegar a su piso de la calle de la Farmacia. Habían estado de copas en el Sideral y el tiempo se le había pasado volando. Las cosas con Roberto iban bien, sí. Se reía con él, se interesaba realmente por ella, y a ella él le parecía un tipo más que interesante. Aquello era prometedor y podía decirse que la ilusión había vuelto. Con prudencia, porque su vida era un historial de pasos en falso por su desmedido entusiasmo hacia la vida, que en ocasiones parecía ensañarse con ella como queriéndole decir que a ver cuándo narices aprendía la lección. Se sentía feliz y quiso tomarse una copa de vino antes de meterse en la cama. Le gustaría habérsela tomado con él en casa y no dormir en toda la noche, pero su viaje por trabajo al día siguiente le había hecho mantener la cabeza fría frente a toda la pasión que sentía por dentro.

Una vez hubo terminado la copa de vino blanco en la cocina, repasando cada diálogo de su cita con Roberto una y otra vez en su cabeza, se fue hacia su habitación. En ese momento, cayó en la cuenta de que su compañera de piso estaba en la casa. Lo hizo porque vio el sujetador de Laura tirado ahí, en mitad del pasillo. Sonrió. Eso sólo podía significar que había habido reconciliación. En el último mes había discutido mucho con su novio, con el que llevaba tres años. Algunas discusiones las había casi presenciado ella misma, encerrada en su habitación. Le había preocupado en alguna ocasión el tono autoritario de él. Así se lo había comentado a Laura en algún momento. Porque no sólo eran compañeras de piso, sino muy amigas desde que se conocieron estudiando Publicidad en la universidad. No recogió el sujetador. Continuó hacia el baño.

Mientras se cambiaba y se desmaquillaba, escuchó un ruido. Se sintió incómoda por estar molestando a los tortolitos. Así que aceleró para poder meterse en su cuarto lo más rápido posible. Al salir, se le heló la sangre. Cerca del sujetador, unas gotas de sangre se extendían por el suelo. Se quedó petrificada. Tenía mucho miedo. Decidió acercarse a la puerta de la habitación de Laura para poner el oído. No se escuchaba nada. El corazón le palpitaba.

Con miedo, decidió girar el pomo de la puerta. Estaba todo oscuro y no veía nada. Consiguió tocar un interruptor. Hubiera sido mejor no hacerlo. Ante sus ojos, yacía el cuerpo ensangrentado de Laura en la cama. Con los ojos abiertos y una mirada de pánico en su rostro. Había muerto presa del pánico. Y parecía que todo acababa de ocurrir hace poco tiempo. Estaba bloqueada, dividida entre la desolación más absoluta y una necesidad de salir corriendo de allí por instinto de supervivencia. Se podía imaginar lo que había pasado y no sabía si el que lo había hecho estaba todavía allí dentro.

Mientras intentaba decidirse, vio la sombra y sintió el cuchillo clavarse en su espalda. Después, en el abdomen. Una, dos, tres veces. Sintió que le faltaba aire. No tenía fuerzas. Veía la sangre salir a borbotones de su cuerpo. Una última puñalada, para asegurar. Veía el odio en la cara de Dani, el novio de su compañera de piso. Seguramente fue otra discusión más. Y aquel desalmado había matado a su amiga para acabar definitivamente con la relación. Ahora, pillado, mataba a la única testigo del crimen que acababa de cometer. Dos vidas más robadas por la violencia machista, un número más para las frías e inaceptables estadísticas del país.

jueves, 22 de junio de 2017

Una mujer normal

Era una mujer normal con una vida feliz


Era una mujer normal. Sin grandes pretensiones, le gustaba la sencillez. Por las noches se ponía el despertador y contaba las horas de sueño que tendría por delante. Se había acostumbrado a dormir poco y no necesitaba más de seis horas, aunque a veces eran cinco y entonces sí que lo notaba. Le costaba más todo al día siguiente. Ni siquiera el segundo café de urgencia la sacaba del estado somnoliento que le atrapaba en los días en los que su cuerpo no había descansado el tiempo marcado como necesario por su reloj biológico.

Era una mujer normal. Estaba casada, con un marido maravilloso, Ramiro, que la cuidaba y se preocupaba por ella. Su relación nunca había pasado por ningún momento de crisis. Quizá fuese por el carácter calmado de ambos y debido a que habían decidido ser felices porque sí, quizá la forma más fácil y sencilla de ser feliz que tenemos a nuestro alcance los seres humanos. Él trabajaba en la Administración. Sacó unas buenas oposiciones en su momento y eso era innegable que había ayudado a la estabilidad que siempre les había acompañado a lo largo de su vida.

Era una mujer normal, con sus dos hijos, Pablo y Susana, en la universidad el primero y en el instituto la segunda. Se les veía buenos chicos a los dos, educados siempre que uno se los cruzaba por el barrio, amables y cariñosos hasta con los que llevaban poco tiempo viviendo allí. Algún domingo se les veía a los cuatro juntos saliendo a comer a cualquier lado. Era una familia feliz, nadie podría asegurar lo contrario.

Era una mujer normal. Profesora de Historia en el Instituto Lope de Vega, en la calle San Bernardo, en pleno corazón de Madrid. Terminó sus estudios y logró sacar una plaza para poder dedicarse a su pasión toda la vida. Más de una mañana se cruzaba con algún vecino al bajar en el ascensor. Iban hablando un rato al salir del portal situado en la calle Bretón de los Herreros, y después sus caminos se separaban cuando ella subía Bravo Murillo hacia la glorieta de Cuatro Caminos para coger el metro allí. Alegraba el día coincidir con ella por la vitalidad que inspiraba en todo momento.

Era una mujer normal. Era elegante de la mejor forma que se puede ser elegante, sin buscarlo. Era ciertamente atractiva. Tenía seguridad en sí misma y sabía transmitirlo. Las clases le habían curtido mucho, sin duda. Solía sonreír, pero no de esa forma excesiva que a veces acaba denotando ganas de gustar más que otra cosa. Se preocupaba por saber de la vida de la gente que le rodeaba, de forma discreta y sin caer en el cotilleo. Se diferencia claramente a unas personas de otras. Ella se quedaba mirando a alguien y recordaba lo que le había contado la última vez. Y entonces le preguntaba si aquel examen le había salido bien o si el problema que tenía se había solucionado ya. Se ganaba el carisma ella sola con esa cercanía que demostraba por todo y por todos.

Era una mujer normal. Tan extraordinariamente normal que nada hacía presagiar lo que aquella fría mañana de finales de noviembre se encontraron los vecinos al irse a trabajar como cualquier día. Al salir del ascensor, unas luces se reflejaban en el interior del portal. Fuera, en la calle, había varias ambulancias. El conserje estaba con la mirada completamente ida, simplemente no estaba. Al hacerse un hueco entre la multitud,  por fin podía verse. El cuerpo yacía en el suelo, ensangrentado. Era ella. La mujer normal se había suicidado. Se había tirado desde su ventana del sexto piso. La mujer normal se moría de tristeza por dentro y nadie se había enterado.

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